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EL PLAZO CONCLUYE HOY

A sus dieciocho años jamás pensó en estar muerto, su madre siempre enfermiza, lo colmo de lujos que, solo ella con su desmedido amor podía darle.

Como el carrito de bomberos que vendía la señora Carmen que, Ana fue pagando por cuotas y que el día que entrego la última, doña Carmen lo envolvió en un hermoso papel dorado ¡papel que por supuesto no le cobro!

Los ojos negros de Ana brillaban de emoción al ver como su hijo desenvolvió el juguete para luego deslizarlo por toda la habitación haciendo ruiditos con la boca, hasta que el cansancio lo venció y el sueño lo sorprendió en el rincón junto a la canasta del mercado que el niño utilizo como garaje para guardar su vehículo, Tomas no recuerda un solo ¡No! Tengo, puedo… que su madre haya proferido cuando él se antojaba de algo.

Cierto día Tomas pillo desprevenida a su madre con un pedido algo peculiar.

─mamá, mamá. ─grito, mientras paso a paso llego hasta sus brazos.

Ana lo acogió contra su pecho en tanto que pregunto. ─¿a qué se debe tanto alboroto, que quieres esta vez? ─Su boca de labios delgados y bien delineados bosquejo una sonrisa.

─pues… Este año cumplo diez, sin contar que soy el primero de mi clase y además el próximo fin de semana es navidad. ─sus ojos tan negros como los de su madre se paseaban por toda su órbita deteniéndose solo al parpadeo─.

─si, si, entiendo. ¿Y a donde vamos con todo esto? ─pregunto. Mientras acomodo su larga cabellera sobre el hombro derecho, dejando que la luz proyectada de la luna reflejara su rostro pálido y cansado─.

─ummm ¡bueno te diré, deseo capturar la luz de una estrella!

─ ¡la luz de una estrella! ─Exclama Ana al unísono de su mirada al cielo─.

─no será fácil. ─balbuceó─. Pero sé que lo podrás lograr.

El niño la abraza con fuerza recargando la cabeza en su hombro, mientras Ana lo cubre de besos, permanecen apretujados unos pocos minutos para luego entrar en la habitación.

La semana siguiente en la mañana antes de navidad, Tomas deslizo las cajas de debajo de la cama y busca en todas, hasta que al abrir la última, las guirnaldas doradas, verdes y blancas se dejan ver, entonces las toma con mucho cuidado para no estropearlas y las va pegando una tras otra en las paredes por toda la habitación.

La pequeña mesa de dos puestos la cubre con el mantel blanco que su abuela ya muerta, bordara para Ana, en la época en que su madre esperaba su nacimiento, un candelabro antiguo, se posa en el centro y los platos de porcelana, con borde de oro se sitúan uno a cada lado del tablero rectangular, justo en frente de cada silla, las tres velas blancas encienden su fuego mientras se alojan por turnos para ocupar los círculos dispuestos en el candelabro para ellas.

La escoba, el trapero y el balde danzan al ritmo del villancico que tararea, dejando el piso casi transparente, donde el niño refleja su cuerpo y se ve claramente la muleta que lo sostiene acomodada debajo de su brazo izquierdo.

Las cajas con cachivaches y recuerdos que Ana guarda, van a parar de nuevo debajo de la cama de madera de pino que las resguarda de nuevo.

Tomas se asoma por la pequeña ventana de la habitación, que justamente mira al parque, donde se reúnen los vecinos para cantar al lado de un gran árbol decorado con luces y cajitas asemejando regalos. Para entonces ya el sol despide sus últimos rayos para dar paso a la luna llena, que aparece por estos días. Con la poca y amarillenta luz del alumbrado público se distingue entre la gente que camina desprevenida por la acera, la silueta delgada y simple de Ana, quien avanza apresurada en contra vía, tropezando con un perro que descansa pero que esta tan dormido que apenas bosteza.

Frente a su puerta ya abierta y la habitación alumbrada con las velas encendidas, Ana entra para detenerse en mitad de la estancia girando y girando mientras tapa su rostro con las manos emocionada, pues hoy como cada navidad celebra el cumpleaños de su hijo con una deliciosa cena, compuesta de jamón, setas, ensalada, papas, puré de calabazas y un delicioso dulce de manzanas y fresas; Tomas espera que ella saque de los empaques de plástico los majares, cuando esta ya todo dispuesto, Ana se acerca a su hijo y luego de besarle en la frente, le susurra al oído…

Él toma la cajita rectangular, que su madre le ofreció, rompiendo el empaque, “para que los regalos nunca falten” como dice su madre, descubre el telescopio antiguo que ella cambio en la tienda de antigüedades por el pequeño reloj de oro que su madre le había regalado el día que ella cumplió quince años, de la misma forma que su abuela lo había hecho con ella, reloj que estuvo en su familia por casi cuatro generaciones, pero que no reparo en canjear, solo para ver la sonrisa el rostro de Tomas.

A partir de entonces cada año para la misma fecha recibió un lente diferente que adaptaba a su telescopio. Despertaba cada día con la esperanza que la noche llegara pronto, estudio todas las estrellas que logro ver.

Llego la navidad del 2020 y su decimoctavo cumpleaños. Sentado en el borde de la cama, percibió con más fuerza la sensación de tristeza. Solo en la habitación que compartió con Ana hasta hace seis semanas.

Se asomó por la ventana, los vecinos cantando al ritmo de un violín. Con la mirada fija en las notas, se fue yendo sin darse cuenta, apenas si alcanzaba a ver a lo lejos el tumulto de personas y el amarillento resplandor del alumbrado público, a su alrededor las demás estrellas brillaban como nunca, tanto brillaban que su luz atravesó sus manos, sus piernas… Tomas resplandecía tanto que parecía que en su cuerpo, estuviera atrapada la luz de una estrella.

Rossy Ruiz

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